Después de un gran
viaje alrededor del mundo, de cumplir mi más anhelado sueño de conocer la mayor cantidad de lugares y rincones del planeta, llega el momento de volver a casa. Los nervios, la
emoción y la alegría de ver a mi familia me invaden y me llenan de ansiedad. No
veo la hora de estar en mi cama, con mis cosas, bañarme sin ojotas, y no tener que
planear dónde voy a dormir la noche que sigue.
Y finalmente, después
de un año y cuatro meses, de muchas experiencias y caminos recorridos me
encuentro en el punto de partida... y aparecen las preguntas: ¿Y
ahora qué vas a hacer? ¿Vas a volver a trabajar? ¿Dónde vas a vivir? El
problema es que las respuestas no siempre vienen con la misma velocidad. En
mi caso, a casi 4 semanas de haber llegado, tengo cada vez menos claro qué
quiero hacer.
Es que afortunadamente
para mi viajar no fue sólo ver paisajes, monumentos, templos y atardeceres
bonitos. Viajar me marcó en aspectos que aún no logro descifrar. De repente me
encuentro en casa, pero no me siento en casa... mi habitación se siente
extraña; es la habitación de una adolescente que ya no existe. Mis cosas no son
tan importantes y tampoco las siento
propias. Aunque debo admitir que mi cama es muy cómoda y ¡no hay nada como la
comida de mamá y la abuela!
Viajar me mostró las
cosas que no me gustaban de mi vida, las que sí y me llenó de ideas nuevas y de
proyectos que pensé que al llegar a casa iba a querer empezar lo antes posible.
Pero como “La vida es eso que pasa mientras haces otros planes”, no sucedió
hasta ahora. Muy por el contrario de lo que pensaba, me encuentro sin ganas de
hacer nada y sintiéndome un tanto depresiva. Ni siquiera tuve esas dos semanas
de Rock Star que todos cuentan, dónde todos tus amigos te quieren ver y
escuchar tus historias de ruta.
¿Seré acaso una
víctima del síndrome del eterno viajero? Para los que no estén al tanto de lo
que eso significa, aquí tienen un resúmen:
Síndrome del viajero
eterno, también es conocido como Choque
cultural, es el impacto psicológico que tiene una persona
cuando regresa a su país o ciudad de origen, después de haber vivido en un
lugar distinto durante un periodo largo de tiempo. Deben enfrentarse a una
readaptación, ya que la sensación que tienen es que no son de ninguna
parte, no se sienten parte del lugar actual, pero al volver tampoco sienten
que éste es su hogar, perciben que es distinto a lo que recordaban y ya no se
sienten identificados con el. Deben aprender nuevos procesos, ya que muchas de
las reglas sociales y de comportamiento han cambiado en su ausencia.
Todo esto provoca una tensión emocional y mental, que les provoca miedo, ansiedad, nostalgia…e incluso puede traducirse en sintomatología física, como dolores de cabeza, insomnio, aburrimiento, apatía, agresividad, pérdida de apetito o bien al contrario, comer, beber o limpiar compulsivamente, ataques de llanto injustificados…
Lo curioso, es que se mezclan las ganas de volver al país de origen, por la sensación que se tiene de perder a la familia, los amigos, etc. pero al llegar se siente nostalgia y ganas de volver al país actual. Es como ser de ninguna parte. Toda esta tensión psicológica puede producir afectación en la identidad personal y en la autoestima.
¡Y realmente es así!
Recuerdo decirle a mis amigas que sentía que todos eran triángulos y yo era un
círculo, ¡que no encajaba!
A la segunda semana
tuve la posibilidad de entrar de nuevo a un aula, en el instituto donde trabaje
6 años antes de irme, y ahí pareció no pasar el tiempo. Al principio, cuando me
lo ofrecieron, me sentí nerviosa porque no sabía si recordaba cómo dar clases,
pero todo fluyó normalmente y la verdad que no me costó nada entrar en ese ida
y vuelta con los alumnos. Creo que hasta la disfruté.
En Siem Reap, Camboya |
De a poco trato de adaptarme a mi nueva-antigua realidad y será cuestión de ir de a poco encontrando mis aristas, afinar mis ángulos y volver a convertirme en triángulo. O quizás ya nunca vuelva a serlo, pero podré al menos, convivir con ello y ser feliz.